
Quizás el título de esta nota te parezca desesperanzador y te doy la derecha. En mi defensa puedo argumentar que han pasado casi treinta años desde la primera gran conferencia climática de la ONU y, pese a los discursos y las promesas, las emisiones siguen subiendo y la crisis climática en general se acentúa año tras año. Entonces, algo está claro: el sistema internacional para frenar el cambio climático no está funcionando. Es lento, burocrático y poco democrático.
Incluso hasta el mismísimo Donald Trump, con su estilo incendiario y negacionista, no estaba tan lejos cuando dijo que la ONU solo produce “palabras vacías”. Si miramos las cifras desde la primera cumbre COP en 1995, lo que siguió a tantos discursos fue… básicamente, mucho humo.
Entonces cuando hablamos de cambio climático, ¿es el clima el que debe cambiar? claro que no. El aumento de las temperaturas es el síntoma claro y absolutamente natural de un planeta afiebrado a causa de nuestro accionar. Lógicamente ese accionar es coherente con nuestras políticas climáticas que, no solo son débiles, también el método para decidirlas ya no sirve. Es por este motivo que el cambio climático es justamente la excusa perfecta para probar nuevas formas de tomar decisiones globales.
Hoy, cualquier acuerdo climático tarda años en cerrarse porque se busca el consenso absoluto. El ejemplo más claro es el Acuerdo de París: técnicamente, podía entrar en vigor cuando lo firmaran países que sumaran el 55% de las emisiones globales. Pero los diplomáticos insistieron en que lo aprobaran los 195 miembros de la ONU, usando frases políticamente correctas y ambiguas para que nadie se sintiera incómodo. Y mientras tanto, el sistema deja afuera a actores clave.
San Marino —un microestado europeo— tiene voz y voto, pero una megaciudad como Los Ángeles, que genera más emisiones que muchos países, no. Tampoco se escucha directamente a quienes más sufren el cambio climático: jóvenes, pueblos originarios, agricultores. Cabe aclarar que una de las propuestas de la COP30 en Brasil será invitar a todos estos actores a la mesa.
Si queremos que esto cambie, hay que rediseñar el proceso. Un primer paso sería reformar cómo se toman las decisiones: dejar de buscar unanimidad y pasar a votaciones por mayoría cualificada. Por ejemplo, que las decisiones importantes requieran una supermayoría de países, o bien una mayoría que combine naciones desarrolladas y en desarrollo.
Pero se puede ir más allá. Los votos deberían reflejar el tamaño y el peso real de cada actor en el problema. China, Estados Unidos e India concentran casi la mitad de la población mundial, más de la mitad del PBI y una buena porción de las emisiones. También son líderes en inversión en inteligencia artificial, una herramienta que podría aportar soluciones innovadoras.
En lugar de 190 países debatiendo a la vez, podrían formarse bloques regionales: el Mercosur, la ASEAN, la Unión Africana, la UE. Cada uno representaría a su región con un solo voto. De hecho, la Unión Europea podría dar el ejemplo y fusionar sus 27 asientos en uno solo, mostrando que la cooperación regional puede traducirse en acción real.
Con menos participantes sería más fácil avanzar y evitar el bloqueo permanente que hoy paraliza al Consejo de Seguridad de la ONU, donde el veto de cinco países frena todo.
También habría que abrir espacio a quienes hoy no tienen el plato puesto en la cena: los pequeños estados insulares, las grandes ciudades del mundo, las asambleas juveniles y los grupos ciudadanos. Si ellos tuvieran voz y voto, la presión por actuar sería mucho más fuerte.
El otro gran lío está en la financiación climática. Cada año llegamos con la misma cuestión: ¿Quien va a financiar la adaptación de los paises mas pobres a la crisis ?, ¿Quien va a invertir en soluciones? ¿Deberían ser los que menos daño hicieron? Hoy existen decenas de fondos internacionales con nombres parecidos, objetivos superpuestos y reglas distintas. En total, se cuentan unos 30 mecanismos que conectan países ricos y pobres para financiar proyectos verdes. El resultado: confusión y burocracia.
Una solución simple sería fusionarlos en tres o cuatro grandes fondos, cada uno con una función clara. Por ejemplo: Un fondo para adaptación, que cubra pérdidas y daños., otro para mitigación, enfocado en la transición energética. Un tercero para investigación, innovación y tecnología, y quizás uno más para escalar proyectos exitosos.
Así existiría transparencia y cualquier persona —ciudadano, inversor o funcionario— sabría de inmediato a dónde va la plata y con qué propósito.
Necesitamos un cambio de formato
Y si de reformas hablamos, las cumbres del clima también deberían reinventarse. La COP28 de Dubái reunió a más de 100.000 delegados. Solo el costo de transporte y alojamiento probablemente superó el dinero prometido para compensar a los países más pobres por los daños del cambio climático. Es un sinsentido.
¿Por qué no transformar las COP en foros permanentes repartidos por continentes? Podrían ser sedes fijas enfocadas en temas claves, como Adaptación, mitigación, Gobernanza de territorios globales (océanos, Ártico, Antártida), Inteligencia artificial y clima, o Geoingeniería. Estos foros trabajarían todo el año, reducirían costos y emisiones, y harían que el debate sea continuo en lugar de un evento mediático anual.
El sistema actual de gobernanza climática no da más. Pero, paradójicamente, el cambio climático podría ser la oportunidad perfecta para probar algo nuevo. Si logramos rediseñar la forma en que el mundo decide sobre el clima, tal vez podamos aplicar esas lecciones a otros grandes desafíos globales.
Porque al final, lo que está en juego no es solo el futuro del planeta, sino la manera en que el mundo se organiza para resolver sus problemas. Mientras todo siga igual, la COP seguirá siendo un muy buen espacio para personas que deseen hacer promesas sin intención de cumplirlas…