Cuando a principios de noviembre se confirmó la muerte de una yaguareté liberada en el Parque Nacional El Impenetrable, en Chaco, entre medio de la indignación y la tristeza, comencé a pensar en esta nota.

Acaí, tenía apenas tres años. Había nacido el 28 de febrero de 2023 y fue puesta en libertad el 5 de octubre pasado. Su regreso a la vida silvestre duró apenas unas semanas. El cuerpo no apareció, solo su collar con GPS, cuya última señal fue registrada el 25 de octubre, fue hallado en el fondo del río Bermejo. 

Esta liberación fue posible gracias al enorme trabajo de una fundación ambiental que acompañó a Acai desde su nacimiento hasta la liberación en el marco de uno de sus principales programas.  

Luego de darle mil vueltas a este hecho,  llegué a la conclusión que si no cambia la raíz del problema probablemente estos maravillosos esfuerzos de conservación y de reinserción de ejemplares nacidos y criados en cautiverio no hagan más que aumentar la oferta para cazadores furtivos y compradores insensibles.

Me invadieron entonces una oleada de interrogantes: ¿Qué debemos hacer como simples ciudadanos, o como organización ambientalista?: ¿reproducir cada día más o controlar y denunciar estos hechos? ¿Proponemos o denunciamos? ¿el megáfono o el campo? ¿el grito o la semilla?

Hubo un tiempo en que salvar el planeta era una cuestión de volumen. Cuanto más fuerte gritabas, más te escuchaban. Las marchas, las fotos del “no hay planeta B”, los osos polares, los barcos frente a las plataformas petroleras: todo servía para gritarle al sistema que el sistema estaba enfermo. El ambientalismo nació como un acto de denuncia, un megáfono contra la indiferencia. Y durante años funcionó: los gobiernos se incomodaron, las empresas temblaron, los juicios se ganaron, las leyes se pronunciaron y los noticieros se llenaron de culpa verde.

Pero, en definitiva, las cosas no cambiaron. El planeta siguió igual —o peor— y los gritos comezaron a perder efecto. De repente las nuevas generaciones quisieron salir de la trinchera. Ya no se necesitó un despertador, simplemente la catástrofe climática dejó de ser una alarma y pasó a ser el ruido de fondo de nuestra época. Entonces, algunos ambientalistas guardaron el megáfono y se fueron al campo. Literalmente.

De a poco, surgió otro tipo de activismo, menos estridente y más obstinado. Uno que no buscaba tanto denunciar sino hacer. Restaurar, plantar, reintroducir, regenerar. Donde antes había un cartel que decía “No a la deforestación”, surgía gente regenerando ecosistemas; donde había una asamblea, surgía una reserva. Es el ambientalismo que no espera que el sistema cambie: empieza por cambiar un pedacito del mundo y ver qué pasa.

Y ahí se abrió una profunda grieta silenciosa, si, si, porque en el ecosistema ambiental también hay grietas, aunque vengan envueltas en compost. De un lado, quienes creen que sin presión no hay cambio posible y que la política ambiental nace del escándalo. Del otro, quienes piensan que gritar no basta, que hay que arremangarse, ensuciarse las manos y probar que la restauración es más poderosa que la denuncia.

El primer grupo habla de justicia ambiental, el segundo de biodiversidad. El primero exige, el segundo experimenta. Uno busca transformar estructuras; el otro, territorios. Ambos quieren salvar el planeta, pero no se ponen de acuerdo en cómo hacerlo.

Y quizá ahí esté la ironía: mientras discutimos estrategias, el planeta no soporta más y el verdadero enemigo no está afiliado a ninguno de estos pensamientos, sino que se aprovecha de ello. Como decía mi abuela, a río revuelto….

El hielo se derrite con la misma indiferencia ante el activismo urbano que ante los proyectos de regeneración y los incendios no se apagan con comunicados de prensa.

Sin embargo, ambos tipos de activismo se necesitan, aunque no lo admitan. La denuncia abre los ojos, la propuesta los mantiene abiertos. Sin quienes gritan, nadie se entera; sin quienes actúan, nada cambia. El problema es que no siempre se escuchan entre ellos.

El activismo de la denuncia se volvió, en parte, una marca registrada: campañas virales, hashtags de indignación, causas que duran lo que un trending topic. A veces parece más cómodo denunciar que proponer, porque lo propositivo implica una responsabilidad concreta: gestionar, negociar, fracasar. Y eso es mucho menos épico que colgarse de una grúa con una bandera. Además el activismo de megáfono fue visto con buenos ojos por las izquierdas y dejó de lado a los pensamientos más liberales o de derecha por varios motivos. Uno es porque a la derecha no le gustan las calles, ni la queja y por otro lado han representado un modelo económico que no incluye al planeta dentro de la ecuación.

Por otro lado, el ambientalismo “propositivo” corre el riesgo de enamorarse de sí mismo. De creer que restaurar un humedal o reintroducir un yaguareté basta para revertir siglos de saqueo. De perder la dimensión política en nombre de la eficiencia ecológica. De olvidar que sin conflicto no hay transformación, solo jardinería. Entonces se puede transformar en el nuevo opio de los pueblos. Llenaremos el mundo de yaguaretés y le ganaremos a los fusiles.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Gritamos o sembramos? Tal vez la respuesta no esté en elegir, sino en aceptar la incomodidad de hacer ambas cosas. Gritar mientras se siembra. Denunciar mientras se construye. Reconocer que el cambio no se da solo con indignación ni solo con proyectos piloto, sino en el cruce incómodo entre ambos mundos. Y por sobre todo entender que esta batalla se libra con todos y todas.

Porque el ambientalismo, si quiere seguir siendo relevante, tendrá que aprender a hablar dos idiomas: el del reclamo y el del resultado. A veces habrá que irrumpir en una cumbre climática y otras, irse al monte a restaurar un ecosistema. Y quizás lo más revolucionario sea dejar de pensar que hay una sola manera correcta de cuidar la Tierra.

¿Necesitamos reintroducir especies en peligro de extinción? SI, ¿necesitamos que alguien no se dedique a matarlas? también. ¿Necesitamos que las personas no elijan comprar su piel? claro, ¿Necesitamos leyes claras? si ¿Necesitamos que se controle y se castigue su incumplimiento? siempre ¿Necesitamos cambiar un sistema capitalista perverso? de una vez por todas. Para estas necesidades es clave cerrar esta grieta

El planeta no necesita héroes ni mártires, sino gente capaz de hacer preguntas incómodas mientras regenera. Porque tal vez el verdadero activismo del siglo XXI parta de comprender que existen más de dos caminos para el ambientalismo contemporáneo y que todos son necesarios, el grito y la semilla…

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